En el firmamento de la zarzuela la estrella de Gerónimo Giménez es de las fugaces. que aparecen y desaparecen sin dar demasiado tiempo a gozar de ellas a pesar del gran resplandor que en algunos momentos manifiestan.
Nacido en Sevilla el 10 de octubre de 1854, inició los estudios musicales con su padre, pasando muy pronto a Cádiz para, después de perfeccionar sus conocimientos con Salvador Viniegra, ingresar a los doce años de edad en la orquesta del Teatro Principal gaditano como primer violín. Esta precocidad, no ajena al espíritu de la época, le lleva a dirigir a los diecisiete años una compañía de ópera y zarzuela.
Poco después logró una pensión para trasladarse a París, donde consiguió la única plaza vacante en la clase de Delphin Alard, distinguiéndose con un primer premio de armonía y contrapunto. A continuación viajó por Italia y regresó a Madrid, donde en 1885 fue nombrado director de orquesta del Teatro Apolo y, más tarde, del Teatro de la Zarzuela.
En el transcurso de los años 1890 a 1920 sus éxitos fueron tan clamorosos que se hace imprescindible hablar de su obra en cualquier crónica de espectáculos de este período; ello le supuso acceder a la dirección de la Unión Musical Española y actuar en la Sociedad Madrileña de Conciertos, donde interpretó numerosas páginas sinfónicas y de cámara escritas por él.
A diferencia de otros compositores dedicados al género de la zarzuela, Giménez se introdujo en el teatro lírico con un bagaje musical muy elaborado, motivo por el cual su éxito fue tan extraordinario a pesar de escribir sobre unos libretos con frecuencia muy banales. Sólido instrumentador, según palabras de su colaborador Amadeu Vives, Giménez era el músico del garbo por la extraordinaria inspiración melódica de sus partituras.
Entre sus obras más destacadas debemos mencionar la pintoresca y aparatosa zarzuela Trafalgar, estrenada en el Teatro Principal, de Barcelona en 1890, con libreto de Javier de Burgos; La madre del cordero (1892), Los voluntarios (1893), con libreto de Fiacro Iraizoz, estrenada en el Teatro Príncipe Alfonso, de Madrid; De vuelta al Vivero (1895), famosa durante un tiempo por su habanera y, sobre todo, las dos obras gemelas formadas por El baile de Luis Alonso (1896) y La boda de Luis Alonso (1897) con insulsos libretos de Javier de Burgos, sainetes ambos que han sobrevivido gracias a la inspirada música de Giménez. El clamoroso éxito alcanzado por El baile de Luis Alonso dio lugar a un segundo intento y, como excepción a la regla, la segunda parte superó, al menos en lo musical, a la primera. Una fusión de ambas obras, realizada recientemente por la compañía lírica de José Tamayo, ha puesto de relieve el permanente interés de la elegante música de Giménez.
Estos dos sainetes son, junto con La Tempranica (1900), con libreto de Julián Romea, convertida más tarde en ópera por Federico Moreno Torroba, las obras más célebres de Jerónimo Giménez. al margen de sus brillantes colaboraciones con Amadeu Vives, como El húsar de la guardia (1904), sobre un texto de Perrín y Palacios, El arte de ser bonita (hoy olvidada), La gatita blanca (1905), con texto de J. Jackson Veyán y Jacinto Capella y la colaboración de Amadeu Vives, cuyo brillante éxito inicial todavía persiste, y otros títulos ya olvidados. como Los viajes de Gulliver ( 1910).
Como autor independiente siguió estrenando algunas partituras que no lograron permanecer en los repertorios, como Cinematógrafo nacional. estrenada en 1907 en el Teatro Apolo de Madrid, La bella persa y La cortesana de Omán (1920), última aparición importante de Giménez en el mundillo del teatro musical.
A partir de entonces, su declive fue manifiesto e incluso dramático. Abandonado por todos, no logró siquiera obtener una cátedra en el Conservatorio de Madrid, lo que le hubiera permitido mejorar su precaria situación económica.
Murió pobremente en Madrid el 19 de febrero de 1923.
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